La libertad empresarial y la propiedad privada son dos cosas
totalmente necesarias para el desarrollo del capitalismo en cualquier Estado, y
así vienen reconocidas en nuestra Constitución, pese al artículo 131.1 que
permite una planificación económica.
La empresa, en un sistema capitalista, es fundamental para
generar riqueza, y por ello debe de ser cuidada y tratada con la importancia
que merece. Pero no podemos olvidar que la empresa es un negocio, y que busca
el beneficio de un grupo determinado de gente –no seamos malpensados e
incluyamos a los trabajadores en el beneficio que genera esa empresa-. Una
empresa con problemas puede hacer numerosos ajustes: despidos, rebajar el sueldo,
ajustar la producción, abrirse a nuevos mercados y todo un amplio abanico de
medidas que seguro que cualquier otra persona sabe mejor que yo.
En una empresa, o cualquier sociedad capitalista, esas
medidas son legítimas y entendibles. Si un trabajador, al sufrir la rebaja de
sueldo, se siente ultrajado o menospreciado, puede dejar la empresa y tratar de
entrar a otra. Hay una libertad para elegir. Pero eso no ocurre en el Estado.
Llevamos un tiempo viviendo lo que yo llamaría una empresarialización
de la vida política, no solo a nivel nacional sino a nivel mundial. Cada vez
son más los partidos políticos que muestran como aval el éxito empresarial de sus
candidatos, o los empresarios que usan su prestigio para entrar en política. En
España está el ejemplo de Mario Conde y sus tentativas de entrar a la política
o, en Córdoba, Rafael Gómez, alias Sandokán, quedando su grupo en segundo lugar
en las municipales de mayo de 2011. Aunque probablemente sea Mitt Rommey,
candidato republicano a la Casa Blanca, quien use de aval su gestión al frente
de “Bain Company” -sin obviar la gestión de Massachusetts y los juegos de Salt
Lake City- ante la ciudadanía. Los símiles han llegado ya al nivel de considerar España como una marca; "la marca España", que repiten incansables los medios.Un producto consumible más, que para valer ha de ajustar a unas exigencias de mercado, sin tener en cuenta ningún otro factor.
El principal problema de este modo de ver la política es
obvio: un Estado no es una empresa. Aplicar las medidas que se podrían aplicar
a una empresa rara vez pueden funcionar. El ejemplo está en Grecia: el estado
griego no puede despedir griegos, por mucho que la troika le incite a medidas
de austeridad. Es cierto que Grecia puede que sea uno de los mayores ejemplos
de dejadez y corrupción que haya en la Eurozona (no me olvido de mi España),
pero no puede aquí aplicarse aquí teorías sobre la competencia o el libre
mercado.
Más de una vez he pensado para qué es la Unión Europea. He
escuchado en boca de un eurodiputado que fue para evitar que Europa cayese en
más guerras. Otros dirán que para favorecer el libre mercado y competir así con
los Estados Unidos o China, y los más entusiastas –yo entre ellos- consideran
la Unión Europea como el embrión de una Europa Federal. Pienso que, ante todo,
Europa debería de ser una ayuda. Revisemos el concepto de Europa que teníamos
antes de la crisis –prosperidad, garantías democráticas, progreso, intercambio
cultural- y el de Europa actual, o Troika mejor dicho.
Los ciudadanos, en vez de abogar por el pragmatismo –pongamos
un banquero retirado a tratar de hacer oro de las ruinas de un país- deberíamos
de apostar por algo más idealista, haciendo el esfuerzo de razonar las
proposiciones electorales que oigamos para separar la demagogia de lo realizable.
Empezar a pensar como europeos y, en vez de pedir responsabilidades solo al
Gobierno, empezar a pedírselas a la Unión. Porque creo que pedir que el BCE se
comporte auténticamente como Banco Central, regulando la economía –en vez de financiar a bajo interés bancos que luego nos compran deuda soberana- o
que se estructure la deuda de los integrantes para que estos la vayan asumiendo
poco a poco sin que tengan que desmantelar su Estado no me parece ninguna
utopía irrealizable.
Si algo estamos sacando en claro de esta crisis económica,
es que es necesario que la política vuelva a ser un actor clave. Con una
política fuerte puede canalizarse una economía que permita, al fin, que el
destino esté en manos de los productores y no de los especuladores.